viernes, 9 de febrero de 2018

Yo, como los caracoles.

Mientras Patricia lleva a Ian a la guardería yo regreso con Enol a casa y la espero para almorzar. Y que gracia ayer, en el mismo trecho de vuelta, un vecino me llamó por mi nombre (¡milagro!, he resucitado. Gracias, Calea) y me dijo:

-Caramba, ¿saliste de casa?
-Sí, pero solo hoy y por decreto de urgencia.
-Ya, hasta que vuelva a llover, como los caracoles.

Lo tengo escrito por ahí: de mi esposa la vecindad cree que está viuda o soltera. En el pueblo de Patricia si no estás vivo estás muerto. Salir a la calle me mata y eso no puede ser bueno. Calea me anima, es buena gente, a pesar de saber que Eugenio y dona han muerto y no tienen recambio. Para mí salir a la calle, ay, solo por pensar en ello siento ahogo, dolor en el pecho, sudores fríos y más experiencias negativas. Me gustaría que la dama que no me deja ir me diera la oportunidad de explicárselo pero ella va a lo suyo y lo mío... Lo suyo es la vida más triste vivida por nadie. Y lo mío no es mucho mejor, me salva que escribo el día que me gusta y lo vivo sin pasión de ánimo, pero no niego que daría lo que no tengo porque el indeseable que habita en mi cabeza me dejara vivir mi vida sin sabotearla. Gracias.

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