martes, 24 de octubre de 2017

Y la maleta a la puerta.

El de siempre desde dentro me pregunta cómo me va. Como si no supiera cómo me va. La pregunta está cargada de incertidumbre y mala intención. Me deja como me deja y con el mayor cinismo me pregunta cómo me va. Me va mal.

Creo que es un ultimátum. Alguien pudiera pensar que sí, y no es para menos con Catalunya. Ya claro, sí, es verdad, Catalunya, pero lo mío es peor. Mejor me explico. Ojalá lo consiga al menos como desahogo, estoy que me muerdo.

Empezó por San Juan cuando los días son largos, me avisó cuando mengua la noche y crece el día que cambiara la bombilla fundida del pasillo. Entonces pensé que se veía bastante con la luz del sol y para qué gastar dinero en otra bombilla. El caso es que me olvidé y estamos en otoño y no se ve ni para cantar. Me avisó, dice, con tiempo. Perdón, hablo de mi esposa. Como los empresarios catalanes no creyeron a los secesionistas, yo no creí a mi esposa. En fin, tengo la maleta a la puerta y el plazo vence a las diez de la noche cuando cierra el carrefur. Mi vida pende de un hilo.

Con el miedo en el cuerpo vengo del carrefur y vaya si se nota que estamos a fin de mes. Apenas había clientes. La última semana de mes en este país se hace dieta o se pasa hambre. Digo con el miedo en el cuerpo -ay, se me va la pinza-, porque pregunté en atención al cliente por la bombilla y estaban agotadas. ¿Y ahora? Se lo conté a Patricia y nada. Entonces recordé el seguro del hogar, llamé y me dijeron que una bombilla no, pero un grifo sí. ¿Qué broma es esa? ¡Necesito una bombilla!. Otras veces mi esposa me amenazó, no la creí y no pasó nada, pero esta vez creo que yo también tendré que cambiar mi domicilio fiscal. Quizá ya ocurrió y una bella dama me acojió en adopción. Gracias.

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