jueves, 21 de septiembre de 2017

Alma de cántaro (y dos).

Amaneció, y sí, hoy no es ayer ni es mañana, hoy es hoy, y vale la pena escribir lo que siento. Alivio de la pena,

Ahora resulta que nunca fui cabal y mantengo que ser sobreviviente de este mundo no es una condición social digna para sentirse orgulloso. Tampoco es aprender a perdurar en un ambiente que no me pertenece (al final, quieras o no, algún daño queda). Literalmente, los años que tengo son menos de los que aparento, como menos, también, son los acontecimientos gratificantes de forma consistente y perdurable que me animan a sobrevivir con un malabarista en la cabeza que más que ayudarme a mantener el equilibrio atenta contra mi vida. (Te vi inquieta ante mí e insegura en tu casa, mi casa: nuestra casa). ¿Cómo puedes siquiera imaginar que yo no soy yo? Clamaré ante tu dios la abolición de tu silencio. Evitaré con astucia las dificultades o eludiré el problema evitando su mirada. Algo he de hacer.

Supongo que se trata de aprender a hacerle el amor a la vida, hacer lo correcto, elegir ser y no parecer, conquistar y quedarse con lo mejor que fue. Vivir con pasión el momento, con la voluntad firme del espíritu y el coraje de aprender a conocerse y crearse a sí mismo y darse la satisfacción de dejar de llamarse sobreviviente para alcanzar la felicidad. La felicidad. Eso es todo, hubo más, pero pertenece al olvido. O sea que, comeremos perdices (pero no por Navidad, si soy un personaje sacado de un cuento chino sin autor, la Navidad tampoco tiene autor. O si lo tiene murió de amor para resucitar jamás) porque felices ya éramos. (No me olvides ni me dejes de querer, y si dudas, recuerda, piensa en mí y di no, luego corre a abrirme la puerta que llueve y tengo frío. Mucho frío. Te quiero hoy y siempre). Gracias.

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