miércoles, 30 de agosto de 2017

Los huevos de Ian.

Con Ian y Patricia dándole tiempo a la farmacéutica para que abriera la farmacia porque sino el tráfico, el café, el reloj despertador, o no me pregunten que no sé, pero abre tarde, echamos a pasear y nos dejamos llevar por el olor de las cosas ricas del horno, ay, las pastas de té, me chiflan las pastas de té. Y entramos en la panadería para darle alegría a mi cuerpo, y eso: mientras Patricia compraba yo vigilaba a Ian. Prometo por los Santos Apóstoles que no le perdí ni un segundo de vista, pero no sé cómo, ¡oh, milagro!, tenía un huevo en cada mano y me miraba con una cara que no era la de dormir la siesta: Ian durmiendo la siesta es un cielo de bebé. Con aquella mirada y la cara de las travesuras, dos huevos de gallina no cuajarán una tortilla. Y a pesar que me lancé como me lanzaba a la piscina en mis tiempos de nadador de récord. ¡Dios mío!. Miré a la panadera entonando el mea culpa y con la mejor sonrisa me dijo que no tenía importancia. Bendita panadera. De estar a lo que debiera estar lo habría evitado, y sin alardear de mis tiempos de nadador de récord. Me chiflan las pastas de té, el pecado es ése, solo con el olor se me despistó Ian y rompió dos huevos. (Va a ser verdad que los hombres, como dicen las mujeres, solo podemos hacer una cosa a la vez y mal).

Sin darme cuenta me he hecho viejo y torpe de entendederas y escaso de reflejos, no tardaré en dar consejos. Creo que me he echado a perder. Si una amiga ida quisiera (no sufras, tu mirada de soslayo no deja líneas curvas), estaría dispuesto a correr con el café, su especialidad, además de las pastas de té. (Escudriña por dónde vas). Gracias.

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