sábado, 26 de octubre de 2013

Maribel

Tuve el privilegio de nacer y crecer en un pueblo donde cada cual conocía el rostro de cada quien en los tiempos en que el amor había que seducirlo, coquetearlo y cuidarlo con finos detalles: Un papel cuadriculado con un mensaje intencionado. Un "dile a tu hermana que me gusta". Todo inocencia. Y con el tiempo canciones de tuna. Un beso robado. Y las noches... ay, las noches con madrugadas idóneas para abonar los sentires más profundos del corazón.
  
Estábamos perfectamente organizados; yo, particularmente no cantaba nada mal -la verdad siempre sea dicha- y llevaba la voz cantante. Luego estaba Aníbal, que realizaba la parte más difícil de la canción; introducir la dedicatoria y calmar el dolor del amigo o amigos que estaban locamente enamorados quizá de la misma joven. Juan a la guitarra. Pedro a la pandereta, y los demás el coro.
  
Recuerdo una noche, todo iba perfecto hasta llegar a la calle donde dormía la pretendida Maribel. Llegamos cantando. "Estas son las mañanitas..." dedicada con amor en plena noche estrellada, hasta que un rezagado gritó: ¡silencio!, que todo el mundo se esconda, viene el sereno. No hay peligro, el sereno solo cambiaba de parroquia, no tardó en pasar y la noche de nuevo propició nuestro objetivo: cantar y recitar algún verso prestado de un poeta. Hasta un perro se quedaría dormido al escucharnos. Con vino lográbamos tranquilizar a Ramiro que era el encargado de recitar la parte poética. No llovió aquella noche, todo muy bien, se cantó afinado, hasta escuchamos risas y movimientos dentro de la casa, no hubo amenazas de tirar macetas por la ventana. No hubo ningún tipo de hostilidad. Todo genial, pero a eso de las dos, dos y media de la madrugada, se abrió la ventana y se escuchó una voz calmada, dulce y complacida, era su madre: "gracias a todos, lo hacéis admirable, pero Maribel no está en casa".
  
Maribel tenía que haber avisado... Pero otras muchas noches nos salieron para encuadernar. ¡Qué tiempos!.

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