jueves, 11 de octubre de 2012

Un hombre y su muerte

Para escribir, lo que hago es servirme de la palabra que ciega arropa y murmura, que no es otra cosa que la herramienta eficaz a veces, con la que suelo defenderme de un olvido y algún beso, del incandescente fantasma de un recuerdo. Escurridiza alma de una página en blanco que apenas sabe qué es. Pero a nadie importa, lo que verdaderamente importa, es la pasión con la que se emprende cada día el viaje en un velero convocado por la imaginación, y valiéndose de la belleza de la vida para encontrar la melodía del camino. Pasos de fe alrededor del vacío. Suspiros moribundos de fuego. Coraje, temblor mediando en la tempestad tras una sílaba en arrojo perdida, quizás utopía. El estallido expansivo. El destello en cada párrafo. Un verbo insatisfecho. Un mar insondable de espejos y letras encantadas. Insoslayable poesía capaz de mostrar de noche lo que esconde de día. Lágrimas a media luz de unos ojos decidores heridos en la refriega.
 
Qué amargo destino el de alguien sin memoria que rompió amarras poniendo rumbo al sur, en un descuido del camino se detuvo, y siguió el curso del sol hasta encontrarse con la noche; se atrevió a llamarla día, y terminó amando incertidumbres envolviéndose en el silencio para escribir negando hasta la nausea la virtud en la que debería asentarse la verdad y su respeto. ¿Qué extraño personaje puede sentirse orgulloso de su presente a condición de que nadie le recuerde sus olvidos? (Un hombre y su muerte).

Quizá tengas razón al decir que estás harta y que un día me levantaré con tu ausencia y sin consuelo. O sea, mejor no vuelvas, prefiero esperarte.

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