sábado, 13 de agosto de 2011

¿Tanto reflexionar para qué?

Al parecer, cuando Dios se puso manos a la obra en el tema de La Creación, al llegar al humano ser, buscó la manera de que éste pudiera escuchar antes de hablar, y el doble de lo que fuera capaz de hablar. Pero no. Se comenta que fue una de sus mayores decepciones. Digo yo, que si quería que escucháramos el doble de lo que habláramos, por qué nos dio dos oídos sordos y una lengua viperina... El humano ser no siempre sabe lo que dice pero habla por lo codos. Escuchar es un arte. Pero no prestamos atención a quién nos habla, ni somos capaces de ponemos en su lugar, y luego pasa lo que pasa... Vale que haya personas que mejor les partiera un rayo de tan espesas que son, pero otras saben lo que dicen... y dicen cosas que merece la pena escuchar. Por decir, en la iglesia solo se oye un murmullo... Se dice pero nadie escucha. Mi esposa, desde que tengo uso de razón, dice que estoy más guapo callado. Y lo poco que hablo no se me entiende. Lo que no sabe mi esposa es que yo escucho el doble de lo que hablo, y de lengua viperina res de res... Otra cosa es cuando escribo, que incluso amaño las palabras. Sea como fuera, y no lo digo yo, lo dice mi abogado de Legálitas. Uy, en qué estaría yo pensando, lo dijo Azorín en su libro, "El Político", (1946). "Una de las artes más difíciles es saber escuchar... Cuesta mucho hablar bien; pero cuesta tanto el escuchar con discreción. Entre todos los que conversan unos no conversan, es decir, se lo hablan ellos todo; toman la palabra desde que os saludan y no la dejan; otros, si la dejan, os acometen con sus frases apenas habéis articulado una sílaba, os atropellan, no os dejan acabar el concepto; finalmente, unos terceros, si callan, están inquietos, nerviosos, sin escuchar lo que decís y atentos sólo a lo que van ellos a replicar cuando calléis". La palabra, en el proceso de comunicación oral, si pretendemos que resulte atractiva y más efectiva, conviene hablar lo justo y escuchar, y con un poco de suerte lograr la atención del interlocutor. Pero una cosa es escuchar, y otra sentarse a la puerta del silencio y esperar que algún día amanezca. ¿Para qué? Si pudiera, y créeme, haría de tu risa y tu sonrisa un trinar de pájaros con tu nombre. Con tu mirada unos ojos que alcanzarían el paraíso. Te sembraría de caricias en un mes de agosto de regalo. Y en un instante de fantasía sin engaños, te pediría que me escucharas: te prometo no me faltarían las palabras... Yo te escucharía y tú me dirías. Y luego, si tú quisieras, pasaríamos de las palabras a los hechos... ¿Habrá merecido la pena tanto silencio?

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